domingo, 4 de abril de 2010

No era para tanto, es sólo Melquisedé.

Era irrevocable. Se le había prohibido pensar en aquellos momentos que en pos de un nuevo amanecer sólo fueron el comienzo de tropiezos inesperados que nunca pudieron ser detallados con la madurez de un adulto predilecto. No sólo se le prohibió pensarla, también se le quitó su maquina de escribir, algunas hojas sueltas curtidas por el tiempo y la humedad de un cuarto que olía a viejo, donde además se encerraba todas las noches a escribir hasta las cuatro de la madrugada. Le quitaron todo: los cuentos que había hecho para ella, sus tres resma de papel que aún le quedaban y una pluma de escribir con tinta china con la que acostumbraba a plasmar versos sobre el óleo seco y duro justo cuando se agotaban aquellas hojas deplorables…

Entraba en crisis y colapsaba su mal genio cuando se le agotaba la tinta que usaba para redactar sus versos y cuentos. No había remedio ni razón alguna que lo hiciera descansar en las madrugadas cuando se sentaba a escribir en aquellas hojas archivadas que en últimas serían enviadas a esa persona que nunca más volvió a ver. No tuvo ni siquiera la excusa suficiente para dejar de escribir lo que sentía porque no pudo mentirse así mismo, ni fue capaz de entender su obsesión por redactar vivencias del pasado que aún así debió callar. Terco como él solo no tuvo otra cosa distinta que escribir con su máquina y a veces a mano alzada los recuerdos de Verónica Cassini.

“Todo aparentaba ser tan claro y normal hasta el día  que empezó a sospechar de la mujer con la que llevaba compartiendo más de tres años de vida casi  que matrimonial. Sospechaba de sus salidas repentinas de las cuales él no se explicaba por qué lo hacía; además era inevitable que ella no le avisara  ese tipo de cosas ya que en los años de relación que tenían nunca le ocultó nada. Así que Román Santa María no tuvo más opción que hacer el papel de detective ingenioso para tratar de disimular su apariencia de marido celoso desguarnecido”. Así eran los manuscritos de Melquisedé, nunca dejó de mencionarse en ellos, apodándose siempre como Román Santa María.

 

 “Lo primero que hizo fue comportarse como si no estuviese pasando nada así se estuviera hincando de celos. No podía generar ni la más mínima sospecha si en realidad quería ejecutar su plan de investigador compulsivo. Pues no había otra opción; o era seguir sus pasos hasta llegar al punto de afirmar una simple sospecha, o era avergonzarse de su propia desconfianza y ridiculez. Pero no le importaba, él quería seguir a fondo. Ya se había puesto en la tarea de hacerlo y ahora no quería dar su brazo a torcer; no solo por una tozudez que lo estremecía sino, porque ella lo había traicionado en dos ocasiones de la forma más ingenua e hiriente con la que se puede subyugar a un hombre: había sido infiel como él lo hizo en varias ocasiones bajo el pensamiento crédulo de tener todo en sus manos calculadamente”. La ira de Melquisedé era evidente. Se había desahogado en su último manuscrito de una amor adyacente y tormentoso. Así que no pudo describir de otra forma distinta lo que sentía por  Verónica Cassini. Recurrió a su mejor método para hacer catarsis: la escritura.  

 

“Ella sí era más sutil y tan precavida como el centinela que presta guardia en el mismísimo  corazón de la selva: No descuidó ni un minuto cada uno de sus pasos para no dejar sospechas y así poder ser la mujer más servicial con sus amantes en medio de la clandestinidad más ingrata que no quería dejar por simple placer. Así que mandaba al carajo aquella relación  que sostenía con un ‘pinche’ escritor, cada vez que estaba con alguno de sus amantes repentinos. Sacaba de su mente a ese ‘vagabundo’ llamado Román Santa María; tan fugaz que utilizaba la mentira para quitárselo de encima”  Melquisedé se burlaba hasta de sí mismo en sus propios textos siempre. Escribía tantas cosas que ni él mismo las comprendía (…)

         

¡Pobre Román! decía Verónica envuelta entre una toalla y mirándose en el espejo del baño de su habitación. Confundida pero siempre afirmando el deseo de querer alejarse por completo. Se reía con una malicia incomparable creyendo tener todo bajo control y en el secreto más absoluto. Pero no se había dado cuenta que Román ya estaba sospechando algunas cosas en su comportamiento y además porque ya la había seguido sin que ella lo hubiese notado. Pero siguió creyendo en sus instintos de mujer astuta y disimulando sus nervios para ejecutar su plan en el día exacto y a la hora perfecta. ¡Pobre de Román! Volvió a repetirlo pero esta vez con una sonrisa intrépida y llena de traición. ¡Le va a dar muy duro el día en que me marche! pero quién le manda ser tan pendejo, además ya es hora que se consiga otra porque ya no seré la boba de siempre.

           

Verónica creyó quererlo, pero se había cansado de sus guachadas. Se encontraba exhausta de aguantar sus perradas de cada ocho días cuando se emborrachaba. 

Le soportó muchas veces coquetear en las fiestas de sus amigos del barrio con todas esas ‘estúpidas ’ –como ella les decía–. No mas era que Román se tomara unos tragos para echarle los perros a la primera vanidosa que se dejara convencer. Un día lo vio bailando en una de sus borracheras con una mujer que le susurraba al oído; éste como de costumbre y en su alborotada calentura tanteó con su mano derecha hasta el final de la entrepierna de aquella mujer que gritaba emocionada. Verónica después de ver esa imagen estalló de la  ira y se marchó a calmar su llanto desgarrador bajo un árbol viejo y seco que había a pocas cuadras. Estando en ese lugar Verónica tomó la decisión de marcharse para siempre de la vida de Román dejar a un lado los insultos de un borracho que se creía escritor.” Melquisedé a ratos escribía sin pudor y contaba lo que hacía sin impórtale nada, al fin y al cabo lo único que pretendía era desahogarse sin tapujos ni mentiras para concluir los finales de sus historias.

 

“Ya no sabían ni qué hacer el uno con el otro. Era tanta la mentira de parte y parte que ya ni en los actos creían. Sin embargo el amor permanecía y en momentos alcanzaba a remediar algunas discordias matutinas, pero nunca alcanzó para solucionar la desconfianza que se había generado alrededor de toda esa infidelidad que construyeron  a base de engaños y mentiras. Entonces se dieron cuenta del mal que habían hecho cuando ya no había ni la más minima cosa que pudiera solucionar un error tan grabe como era la traición en repetidas ocasiones. Ni Román pudo recuperar la confianza de Verónica, ni ella volvió a confiar en él. Así que Verónica decidió marcharse como una vez lo planeo con alguno de sus amantes repentinos para no volver jamás. Román no tuvo otra cosa que plasmar sobre el papel un oleaje de sentimientos que lo trasnochaban en las semanas en que escribía sin parar. Arrepentido dejó de comer y sólo tomaba agua de una botella que había estado en ese cuarto viejo por años. Se dedicó a escribir guardando la esperanza de volverla a ver mientras que Verónica disfrutaba en el silencio cada vez que hacía el amor con alguien diferente y pensaba: –Que pesar del ingenuo del Román si aún piensa que volveré, ¡pobre! pero bueno, que sufra por cabrón–.”

lunes, 4 de mayo de 2009


Una toxina entre las venas.


Son las 9:00 de la mañana y los rayos calcinantes del sol pegan sobre la ventana del cuarto de Manuel Restrepo. Se filtran y traspasan por un orificio que ha quedado por eso de la cortina mal acomodada. Éstos iluminan el polvo milimétrico que ha quedado divagando alrededor de su habitación –de ese mismo que queda cuando se sacude algo– iluminan  también el reblujo del cuarto, la ropa sucia tirada en el piso, libros en mal estado y algunas hojas sueltas; pero a donde más apuntan los rayos del sol es hacia su pedacito de cama: un colchón de rayas azules con blanco y muy curtido de donde emerge un olor a viejo bastante   desagradable, que al sentirlo, de inmediato te fastidia en la nariz.

    Ayer pasó Manuel toda la noche esperando a Ursula desesperadamente, trató de hacerlo tranquilo como le había prometido, pero no, la impaciencia lo embistió  sin control alguno, entró a su habitación y empezó a tirar todo al piso desordenando lo que veía, se acostó en aquel mimbre que tenía como cama y revolcándose en ella se daba golpes él mismo, y fue entonces un impacto severo contra la pared el que lo aquietó; tanto así que lo dejó privado hasta la mañana siguiente cuando salió a buscar una jeringa para poder inyectar a Ursula. Manuel salió esa mañana en busca de Ursula casi que con  el mismo estado moral de un ser completamente destruido a causa de la angustia y la impotencia que sentía cada vez que la recordaba. Su refugio era ella, su complemento –excesivo y dañino– era ella; siempre en sus viajes, en sus historias y hasta en sus locuras más desenfrenadas estaba ella; se había convertido en su periplo, no tanto para considerarla su inspiración, pero sí, de alguna manera, en el calmante de su trasegar.

    Tenía puestos unos zapatos de tela blanca pero muy curtida, con suelas amarillas desgastadas en la parte del talón, un Jean azul que hacía dos semanas no lavaba –y además con un par de rotos justo a la medida de sus rodillas– portaba un cinturón que más parecía una cuerda de amarrar costales, y un buzo color negro que escasamente alcanzaba a tapar su ombligo. Su deterioro mental llegó a tal punto que hasta en la misma calle paraba a la gente, describía puntualmente hasta el olor de su pequeña Ursula y con amnesia preguntaba en dónde podría hallarla. Al tener un no como respuesta enloquecía desenfrenadamente y gritaba con una voz desgarradora Ursulaaaaa, Ursulaaaaa, y mientras algunos lo observaban con cara de desprecio, a otros les producía lástima verlo así.
    
    Así recorrió el centro de la ciudad, presentándose tal cual como estaba, ya que esa era su forma habitual de vestir y de actuar. Ya no le daba importancia a los cometarios que la gente solía decir de él, ya no le importaba si estaba bien o mal vestido, puesto que lo único importante para su mente y sus deseos era estar con Ella. La vida de Manuel había cambiado extremadamente tiempo después de conocer a Ursula; atrapado literalmente en una telaraña estaba, sorprendido en un lugar tan frágil del cual intentó buscar la salida para escapase de la muerte, pero en su intento no pudo; falló.

    Su último día.

    Entró posteriormente a un bar del centro de la ciudad; un lugar oscuro de neones color violeta, con algunos reflectores pegados en las esquinas superiores de la pared que parpadeaban a milésimas de segundos, de esos mismos que enceguecen y te da “puteria”, –de esos–.  Tomó un par de cervezas y trató de no pensarla; pero fue en la sexta cerveza cuado su irá –sin explicación alguna– empezó a desatarse y la cogió con el pobre mesero que atendía en la barra del bar. Introdujo su mano en el bolsillo izquierdo de su pantalón y mientras tanteaba lo que buscaba en él, le pidió al mesero casi que entre sus dientes y con la lengua enredada –a causa de su borrachera– de nuevo otra cerveza. Sacó un puñado de pastas y las puso sobre la barra, el mesero atónito le pasó el pedido y de en una en una vio como Manuel introducía en su boca las pastas que le había mostrado.

    Manuel no aguantó las ganas de vomitar y empezó a hacerlo por todo el pasillo que conducía al baño; de suerte éste estaba vacío cuando entró, e inmediatamente que lo hizo se sentó al lado de la tasa y sin rodeo alguno la abrazó. El repugnante olor del baño asediaba sus nauseas, lo hacía vomitar de tal forma que hasta perdía la conciencia –quedando privado– y sin respiración por algunos segundos.

    Ya nada le producía asco, lo único que quería era vomitar, miraba hacia el fondo de la tasa y se entretenía viendo su rostro en el agua limpia que quedaba almacenada en el recipiente después de jalar la perilla, le hablaba a su rostro y se culpaba el mismo por haber dejado ir a Ursula, y más por no estarla buscando. Así que entre su realidad, su insomnio y embriaguez le empezó a contar a ese mismo rostro los momentos más gratificantes con Ursula.

    Recuerdo el día en que conocí a Ursula –le dice Manuel a aquel rostro­– me acuerdo que estaba muy nervioso porque no sabía que podría pasar en ese momento.

    Entonces, como de alucinación el rostro le empezó a preguntar:

    ¿por qué querías conocerla? ¿Cuál era tu afán? –le dijo el rostro–

    Sorprendido Manuel al ver que su mismo rostro le hablaba le respondió:

    –No sé cuan real seas, no sé si eres producto de mi tostada imaginación, pero te voy a responder–.

    –Meses antes me habían hablado detalle a detalle sobre ella porque estuvo preguntando por mí, y pues  ganas no me faltaron por conocerla. Todos los días me gravaba algo de ella en mi mente hasta que se convirtió en una obsesión–.

    ¿Y entonces por qué no la buscabas? –le preguntó el rostro–

    –Sentía miedo, desconfianza y además si iba a buscarla sabía que lo más probable era un rechazo–.

     –Tu sí que eres un “sopenco” Manuel, sino fíjate: eres un borracho mal vestido que en últimas das vergüenza, tanta estupidez por buscarla para qué, ¿para que te dejara así de desechable como estás? Inútil, das pena. –Replicó el rostro–

     –Pues sabes una cosa rostro de mierda, yo ya pude conocer a Ursula, la he tenido en mis manos, la he podido acariciar, la he sentido, ha estado hasta en mis venas como para dejarla ir así tan fácil. Ella tiene que volver a mí– Le dijo Manuel.

    –Si, claro iluso, créete ese cuento tan pendejo que si sigues así vas a quedar más pendejo de lo que estás– Concretó el rostro.

    Es en ese instante entró al baño un hombre como de dos metros de altura, de piel negra y de cuerpo robusto quien observó a Manuel tirado en el piso hablándole a la taza. El sujeto que parecía más bien a un gorila no tuvo necesidad de pronunciar ni una palabra para que Manuel saliera de inmediato del lugar, pues aquella mirada desafiante y de terror del orangután casi lo hace orinar en sus pantaloncillos. Lo que sucedía era que ese mismo miedo que lo invadía le hacía recordar que ese rostro demoníaco él ya lo había visto en otro lugar, trató de recordarlo pero su memoria desgastada le complicó hacerlo.

     Ahora Manuel se hallaba en un  lugar al sur-oeste de la ciudad conocido como la “carrilera”. Entre su mente retorcida pensó que en aquél lugar podría encontrar a Ursula, y entonces, estando allí empezó a preguntarle a todo aquel que veía, y como era de esperarse, obtenía un no como respuesta.

    Con sus labios resecos y ya morados de la ansiedad caminaba arrastrando sus pies y a la vez se sostenía sobre la pared de cada una de las casas por las que pasaba y en las cuales aprovechaba para preguntar por Ursula. Ya empezaba a oscurecer y Manuel completamente sucio y en el limbo tocó en una puerta desconocida que de inmediato fue abierta por aquél gorila que se había encontrado en el bar; entonces, de inmediato Manuel cayó en el piso y empezó a temblar como si le hubiese dado un ataque de epilepsia; de su boca salía una espuma blanca en abundancia  y le gritaba con mucho esfuerzo a las personas que estaban a su alrededor:

    ¿dónde está Ursulaaaaaa? Consigan a Ursula por favor…. Inyéctenme a Ursula o moriré.

    Manuel pensó que había llegado a esa casa por simple casualidad, pero lo que él aún no podía recordar era que aquél hombre robusto fue el que un día le presentó a su pequeña Ursula –como él la llamaba–. De inmediato aquél hombre de color trajo un balde con agua, se la regó toda encima para ver si reaccionaba, pero no sirvió de nada porque Manuel no dejaba de retorcerse en el piso, su cuerpo se estremecía por sí solo. El desespero no lo dejaba estar un segundo tranquilo, tenía que hallar a Ursula así tuviese que hacer cualquier cosa; pues era ella su única anestesia y tranquilizarte  en sus momentos de angustia y desespero enloquecedor. Ursula se convirtió casi que en su Dios, la cura para todos sus males, su única alternativa, su vida. Sólo en ella pudo comprender el mundo en el que vivía, sólo en ella confiaba, tanto así, que su familia y sus amigos más cercanos les importaba un bledo, ya no les encontraba ningún significado. Ese era su mundo, Ursula y él.

    De inmediato el gorila destapó una jeringa y fue por Ursula, mientras tanto Manuel se retorcía  en la sala de aquel hombre… perdió la conciencia y entró en shock. Ahora Ursula estaba a su lado e inserta en la jeringa para entrar como una toxina entre sus venas, pero Manuel ya no era conciente de nada, dejó de temblar y su cuerpo empezó a endurecer, sus pulsaciones se detuvieron, sus ojos de inmediato perdieron su alineación y posteriormente su corazón dejó latir.

martes, 21 de abril de 2009


Furtivo

Es ella quien baila al son de una cumbia mágica que parece transportarla de la cuadra más conocida del barrio al lugar más poético de la tierra. Su grupo de amigos le ve desde atrás mientras ella disfruta el repertorio que los artistas han preparado para la fiesta de cada mes.

      Se le ha visto merodeando entre la multitud y saludando de vez en cuando a uno que otro conocido u admirador que dice conocerla. Pero no le interesa. Su prioridad es bailar. Sigue andando sola entre todos así le estén observando desde atrás o de cualquier otro lado.

     Un Jean azul oscuro ceñido a su cuerpo deja ver una cadera aprobable y un trasero bastante voluminoso que compacta a la perfección con un top blanco que parece apretarle los senos. Las puntas de su cabello color castaño tocan su cintura. Pero es su piel trigueña quien embruja a cualquiera.

     Son sus hombros los que se mueven lentamente de atrás hacia adelante uno después del otro indicando la pasión que despierta la cumbia que repica sobre la noche. Por entonces, un movimiento extraño pero cautivador se apodera de su cadera y sigue  hasta sus tobillos compulsivamente y sin titubeo alguno. Sonríe, canta, se expresa, se siente libre mientras varias miradas cautivas se prolongan  más allá de los detalles.

     Mira hacia su alredor como si estuviese buscando algo y alcanza a ver un par de manos que le indican el camino para llegar a ese lugar. Le cuesta un poco atravesar la multitud pero llega. Ve que están fumando hierba y su antojo se nubla de deseo. No se aguanta y pide un poco. Se sienta a fumar sobre el andén  y medita mientras el sonido de la cumbia tintinea en su cabeza. Se para de nuevo con el ánimo de bailar. Porta su sonrisa de siempre. Entra de nuevo a la multitud escabulléndose así de aquellas miradas que le hieren,  hasta perderse por completo y desaparecer.